sábado, 8 de enero de 2011

'Los pobres desgraciados hijos de perra', los relatos de Carlos Marzal

Con un poco de suerte aquel verano –el último verano verdadero de la violenta y desconcertada juventud– habría podido ser el mejor de nuestras vidas.

Ninguno de nosotros sabía por entonces que nos estábamos despidiendo de algo. Ninguno hubiese dicho que estábamos diciendo adiós a una parte de nosotros mismos que ya no volvería, pero el caso es que así fue. Algo se marchó para siempre: sin previo aviso, sin levantar la mano para saludar desde la borda del barco que se aleja, sin una nota con su breve explicación que nada explica. 

Las despedidas –eso lo aprendí más tarde– no consisten por regla general en un acto concreto, no son un hecho al que podamos atribuir su lugar, su fecha y sus protagonistas. Son un proceso, un transcurso. Uno está despidiéndose de las cosas, de las personas, de casi todo, durante casi siempre. Hasta que descubre que ya no están. La prueba de que sucede de ese modo es que cada cual tiene la certeza de que los veranos ya no son iguales a los de antes: la luna de las noches es menos anaranjada, y el jazmín aturde menos, y la piel no se electriza con la misma fuerza, y el amanecer nos sorprende a todos más cansados. 

No podemos decir cuándo perdimos el verano, pero lo cierto es que lo hemos perdido. No sabemos decir cuándo el verano se perdió de nosotros, pero la verdad es que no hemos vuelto a tener aquella sensación de ser invulnerables. Algo así creo que nos pasó a todos durante aquel verano de nuestra juventud.

Adelanto de lo que creo va a ser una buena lectura...
(editorial Tusquets, pvp 19 €)

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La música... casi inevitable ponerla... :)

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